Lucía Silveira Almeda, estudiante participante del proyecto.
A un día del cumplimiento de los 47 años del último golpe de Estado uruguayo, los proyectos Sujetas Sujetadas y 1976, la llegada del Cóndor a las costas uruguayas, convergieron en un espacio virtual, de estos a los que nos hemos acostumbrado, para compartir experiencias y memorias del terrorismo de Estado en un contexto descentrado.
Se presentaron seis panelistas: Cristina Ramírez, detenida en Paso de los Toros cuando era estudiante de secundaria; Liliana Pertuy, militante estudiantil en Treinta y Tres; Gabriela Martínez De Mattia, realizadora del documental Sonia, mujer del lejano este; Sofía Mayo y Bruno Teliz, representantes del grupo Jóvenes por la Memoria de Treinta y Tres; Gabriela Betancour, de Nueva Helvecia.
A través de las pantallas no es simple contemplarlo, pero se siente la expectativa, la intriga y el cuerpo se prepara para erizarse una vez más con relatos de la historia que se nos ha ocultado. Personas del interior del país asistimos en una búsqueda de relatos que nos sean cercanos, que nos briden una nueva mirada y que nos incluya en esta. Es a partir de una serie de preguntas disparadoras a Cristina y Liliana sobre su condición de militantes y de presas en sus departamentos que, por unos minutos, la sala virtual se vacía de sonidos aun con micrófonos abiertos, quedando completamente en silencio hasta que Cristina rompe el hielo.
Contó sobre su caída, sobre el recorrido de detenida, siendo arrastrada por distintos cuarteles desde Durazno, pasando por Flores, Mercedes y Colonia, hasta terminar en la cárcel de Paso de los Toros. Contó también, que salió temprano, en 1974, y que por ello pudo tomar consciencia de lo que había sido el pueblo con ellos, con ellas y sus familias. “Había una condena social hacia nosotras por ser mujeres, por atrevernos a salir del rol y el mandato que había durante siglos y había una condena por abandonar, por atrevernos a luchar”. No obstante, la condena no era solo hacia ellas, también hacia las familias, “sobre todo las madres y hermanas”; a ellas (las madres) les caía la condena de haberlas “educado distinto”.
Terminó su discurso inicial diciendo que “para las mujeres es una doble condena: el interior es olvidado y la mujer es olvidada”. La mujer queda ausente de la historia que también le pertenece, de la historia de la que también es parte. En Uruguay, parece que también una condición geográfica padece el olvido como una enfermedad arraigada a los cimientos más antiguos de sus construcciones. El olvido las condena. El olvido nos condena.
Liliana dijo recordarse militante. “Resistimos”, dice, “resistimos la dictadura desde el golpe hasta nuestra caída”. Resistencia. “Éramos un montón de gurises menores de edad”, gurises que se hicieron cargo. Gurises. Menores de edad. Quedó pensando. “Mujer y militante”, dijo para volver a arrancar, esperando que las ideas formaran una fila para poder salir, una a una, a dar con los oídos oyentes, atentos, de quienes integran la sala. “Más allá de dónde viviéramos, ser mujer y ser militante era ser demasiado irreverente para aquellas épocas” comenzó. Comentó que, charlando con una compañera le dijo que ellas eran “las feministas de aquellas épocas”, eran quienes desafiaban todos los mandatos: los militares, el autoritarismo y el patriarcado.
Contó también que la gente le tenía miedo, que cruzaban la vereda, que la dejaron de saludar. Contó que la echaron. Decían que era peligrosa. Una menor de edad que luchaba por sus ideales de libertad. Es peligroso quien va contra el miedo que todos sienten. Es peligroso quien va contra los mandatos establecidos. Ella era peligrosa y le dieron 48 horas para irse.
Cristina comentaba que las mujeres “tenemos una mirada social, horizontal y afectiva” y que gracias a ello supieron sacar la alegría, el compañerismo, se sostuvieron la una a la otra y fueron familia de la familia de otras: “madres de todos los hijos que llegaban, hijas de las madres que se acercaban, tías de todos los gurises”. Liliana asiente.
Sin dudas, las familias sufrieron con ellas, viajando de un lado a otro para pocas veces poder verlas. Las madres no se permitían derramar lágrimas frente a los cuarteles. Buscaban. Buscaban por meses. “Esas madres buscaron, esas madres siguen buscando aún y solo pocas han tenido respuestas”.
Gabriela Martínez, una militante que integra el panel contó que hay algo que está “enrabado” con ser mujer y del interior. La mujer tiene en cuenta a quién puede dañar con lo que dice, “siempre tiene en cuenta el cuidado” y eso dificulta el relato, no quieren que sus hijos sufran. “El cuidado está primero” dijo. Realizó el documental como un intento militante de preservar una fuente, de tener un lugar a dónde ir y construir la historia. Gabriela Betancour, de otra punta del país recuerda la lista negra que se repartió en Nueva Helvecia, que incluía 180 personas que debían “redimirse por ser traidores”. Habló del poco sentido de la colectividad y la “generación del miedo” con los dos casos vividos en el pueblo: Nibia Sabalsagaray y Julio Escudero.
Bruno Teliz, militante de Treinta y Tres, rescató una reflexión que me erizó la piel y me dejó divagando por la fácilmente quebrantable libertad: dijo que le hizo darse cuenta que “yo nací en democracia y no fue algo que cayó del cielo. No estaba ahí por estar. Costó mucho, costó vidas para que yo disfrutara esto”. Batallo las lágrimas y siento que alguien más las batalla conmigo entre los rectángulos negros que permanecen fijos y ocultos en la pantalla. Sofía Mayo, también militante de Treinta y Tres, interpeló con la falta de información o, más bien, la falta de querer re-informarse. “Hay ciertos sectores de la población donde persiste la teoría de los dos demonios, donde la violencia instaurada por las Fuerzas Armadas responde a la guerrilla tupamara”, dijo.
Se ven. Todavía se ven las bocas calladas, autocensuradas, con miedo a contar sus experiencias. Con un miedo mayor a no ser escuchadas, a permanecer en el olvido colectivo que somos el interior.
“Era muy cruel”, “mucha crueldad”, repite Liliana en ocasiones.
“El hecho de ser mujer del interior potencia el castigo y posteriormente potencia el olvido. Puede haber dos hipótesis: porque éramos mujeres y porque éramos del interior”, dijo Cristina. “Desaparecimos como estudiantes” comentó después de una anécdota. “No nos pudieron desaparecer, no nos pudieron matar, no nos pudieron quebrar”, pero las desaparecieron como ciudadanas. Sin poder estudiar, sin poder votar, sin poder hablar por el miedo de los alrededores fueron olvidadas como ciudadanas. Bajo la sombra del relato masculino fueron – y son – olvidadas como ciudadanas.
“Cuando se salió masivamente de las cárceles, hubo un relato masculino. Las mujeres prácticamente no existíamos. Hemos construido un relato, pero ha sido como pequeños retazos de historias, y tenemos que juntar esos retazos y hacer la historia, hacer toda la historia”, dijo Cristina. Liliana le siguió y agregó que incluso en la resistencia “las mujeres militábamos a la par, pero estábamos detrás. Teníamos un rol secundario.”
El interior, tanto como la capital del país, es parte de la historia. Negarla, ocultarla, no darle la validación y estudio que merecen mantiene el relato que nos inunda, ese relato masculino, capitalino, que necesitamos dejar a un lado para darle voz a las voces calladas, escondidas en pueblos donde todos se conocen y donde da miedo alzarla. Tenemos que dar espacio a liberar la voz. Tenemos que oír los relatos que les y nos han arrebatado. Tenemos que hacernos cargo de escucharlas. Tenemos que hacernos cargo de construir, junto a ellas, toda la historia.